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viernes, 17 de junio de 2011

La constancia de la quietud

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No tenía voluntad. No tenía disciplina. Su mente siempre se subía a una parra para atravesar las nubes y perderse en la luna de Valencia. Marte era su lugar favorito, la musaraña su animal. Las partículas de polvo voladoras eran su pasatiempo habitual, cuando no formaban pelusas que competían por acabar antes debajo de un mueble. Era torpe y distraída, perezosa, lenta. Todo el mundo la llamaba para que bajara a la Tierra desde la batalla de molinillos que tenía en su mente, y decían que su sangre no era siquiera horchata, que era agua o incluso aire.

Y había triunfado más que nadie. Algunos lo llamaban estrella, suerte. Pero era paciencia, constancia, quietud, silencio. Observar sin intervenir. No era fácil, pues la mayoría de la gente hubiera desesperado y consumido su paciencia con la misma rapidez que se consume un cigarro en una mala época. Pero lo que tantas veces había sido considerado un defecto había resultado ser una virtud en este mundo acelerado que nos provoca que nuestra sangre se acelere y nuestra vida se evapore.

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