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viernes, 7 de enero de 2011

Prisión

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Tras tanto tiempo, todavía había días en los que despertaba sobresaltado y lo primero que miraba eran sus manos. Esperaba encontrar su sangre manchándolas, testigo de su impotencia e inutilidad manifiesta. No pudo cumplir sus palabras.

Sus promesas, que versaban sobre infinitos momentos por compartir y su disposición completa, habían volado como fúnebres mariposas persiguiendo un hilo de vida. La redención y el perdón no cabían en su cabeza; en su mente, como si de la película de un film de 8mm se tratara, su última mirada, las últimas palabras, su cuerpo inerte entre sus brazos.

Mala suerte, todo el mundo lo decía. Pero en su espejo cada mañana miraba a los ojos del culpable de su sufrimiento, bajaba la mirada y le odiaba. Con sus más profundas ganas. Se enfrentaba a convivir con él, a mantenerlo con vida, a rememorar con cada paso todo el proceso.

Culpable, le recriminaba. De dejarme solo con tu amarga compañía. De no permitirme olvidar. De encerrarme en mi oscura mente con apenas un rayo de luz.

En su espejo se refleja el culpable. Se refleja el dolor, la pérdida, la ausencia. Porque no volverá.

La sangre tinta su culpa.

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